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La sonrisa de la reina

A la memoria de Marcos Moshinsky, benemérito de la ciencia mexicana.

Mi primer encuentro con la España histórica ocurrió en un idioma que no es el español, un idioma que no es siquiera una lengua viva. En la primaria del Colegio Israelita de México estudiábamos en Yiddish el crisol cultural que fue la escuela de traductores en la corte de Alfonso X "El Sabio", y leíamos la vida y obra de humanistas que pensaban, escribían y rezaban en hebreo y en español: los poetas Salomón Ibn Gabirol, Salomón Ibn Ezra y Yehuda Halevi, el filósofo Maimónides, el teólogo Nahmánides, el cabalista Moisés de León. No por casualidad el capítulo central de aquella historia se titulaba "La etapa dorada de Sefarad".

Fue un bautizo venturoso, al que siguieron nuevos encuentros felices con el legado más amplio de la cultura española: en la secundaria, la literatura del Siglo de Oro; en la preparatoria, el existencialismo místico de Unamuno; en la Universidad, los ensayos históricos y filosóficos de Ortega y Gasset en la preciosa Colección "El Arquero" de Revista de Occidente y las cátedras poéticas de Juan de Mairena. Y tras las obras vinieron las personas, última estela del Exilio Republicano en México: la amistad con León Felipe, profeta bíblico dulcificado por el Cristianismo; el breve pero revelador magisterio hermenéutico de José Gaos en su cátedra de "Historia de las Ideas" en El Colegio de México y, tiempo después, la frecuentación de un anarquista catalán llamado Ricardo Mestre que me convirtió a su evangelio libertario.

Si en el recuento de esta deuda mía tuviese que mencionar a todos los españoles que se han cruzado en mi camino, no acabaría nunca. Desde los empresarios asturianos que hace más de 60 años apoyaron a mi padre en sus primeros pasos como litógrafo hasta los amigos (asturianos, catalanes, vascos y de otras regiones de España) que han alentado mis propios afanes editoriales, a todos los caracterizó siempre el desprendimiento y la magnanimidad. Están también los autores de cabecera -los trasterrados, maestros de mis maestros, inspiración de mis propios libros-, los españoles de esa nueva escuela de traductores que fue el Fondo de Cultura Económica, y los escritores que Octavio Paz convocó en Vuelta. Y claro, mis editores: Joaquín Díez Canedo, Beatriz de Moura y Antonio López Lamadrid. ¿Cómo hacer justicia a cada uno? Declarando al menos que he procurado cultivar su amistad, merecer su confianza y cuidar su legado.

La cosecha, cualquiera que sea su valor, les pertenece mucho a ellos. Por eso hace unos años concebí junto con Gabriel Zaid la idea de retribuir tantos dones recibidos y plantar nuestra revista en España. Sería, en nuestro sueño, un puente de conversación a través del Atlántico, una pequeña casa de México en España, una tribuna para las causas siempre amenazadas de la libertad, un antídoto literario contra los fanatismos, una búsqueda de exigencia, claridad y pulcritud intelectual. Sobre todas las cosas, sería un espacio abierto a la crítica, que tanta falta hace en nuestro medio cultural.

Ignoro si Letras Libres lo ha logrado. Tampoco sé si mis libros muestren -como yo hubiera querido- la savia común del tronco español y la rama mexicana. Lo que sé de cierto es que este honrosísimo reconocimiento (que comparto con tres mexicanos eminentes) refuerza mi fe en la cultura como un espacio de conversación y racionalidad, de tolerancia y crítica.
Vuelvo al origen. Regreso al aula de la infancia. Un remotísimo hijo de Sefarad tiene ahora la Orden que lleva el nombre de Isabel la Católica. Pero en la España de hoy, Isabel la Católica no se alarma. En la España de hoy, Isabel la Católica sonríe.

*Palabras pronunciadas por el autor al recibir, junto con José Woldenberg, Javier Garciadiego y Mario Molina, la Gran Cruz de Isabel La Católica, otorgada por el Estado español.

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